No tengo mucho que contar, la verdad, más que los días y las horas que me quedan para huir lejos. Todo lejos. Lo necesario para intentar recuperar el desorden mental que me suelen arrebatar los acontecimientos. Prefiero el caos a las veces que por mi azotea deja de correr el aire con la fuerza que necesito. La calma chicha maldita, culpable de que no haya corriente y los visillos de mi cerebro no se muevan lo más mínimo. Pero la sensación no dura demasiado. Lo que tarda un chusma en llamarme «comemierda» en un paso de cebra mientras saca medio cuerpo por la ventanilla y decirme que la próxima vez no frenará es suficiente. «Comemierda», con lo dientes bien apretados y con un crucifijo de oro que le cuelga del pescuezo como una cadena perpetua. El piropo no es agradable de primeras, pero ayuda a que mis neuronas, como mis pasos, aceleren el ritmo y se ventilen. Siempre se puede estar peor. Claro que sí.
Son muchas las cosas que me hacen medir mi estabilidad mental, más de las que quisiera, pero el problema es acertar con una referencia de garantías. Como la visita de mi tocayo el papa. El nombre debe ser lo único que tenemos en común, y afortunadamente para él no se escribe igual. Joseph ha venido a Madrid a vender las mismas frases lapidarias que la iglesia lleva vendiendo toda la vida. A mi modo de ver, con una gran agresividad verbal. Palabras más, palabras menos, el dardo envenenado que yo recibo es que todos los que no le siguen la corriente, los que no son «adictos a Benedicto», no son de fiar. Para nada. «Frente al relativismo y la mediocridad, surge la necesidad de esta radicalidad que testimonia la consagración como una pertenencia a dios sumamente amado», dijo. Tío, no me pinches que yo no te he hecho nada. Si no eres radical y de su bando eres un basurilla.
Sus discursos castigan continuamente a los que no le besan el anillo ni le llenan el cepillo. Lo segundo rima y duele más. Joseph se refirió a ellos como «esos que se creen dioses». Vaya por dios. Lo dice un hombre que, por encima del presidente de Apple, ocupa la cumbre de la pirámide jerárquica y empresarial más alta y rica del planeta. Con un patrimonio incalculable, viviendo en un palacio todo incluido y saliendo a la calle en una pompa indestructible.
También pidió a sus fieles que rezaran por todos los que no creen en dios y se alejan de la iglesia. No sé de dónde sacarán el tiempo, pero eso, más que generosidad, suena al cutre chantaje emocional de los jesuitas hasta que me dieron puerta por imposible hombre de bien. No como a la religiosa que el otro día resumió su entrevista papal asegurando que los ojos de Benedicto «son los ojos de Cristo, ves en ellos la verdad». Ahí tiene que haber algo más que una metáfora. Si no la hay es que los fundamentalistas son los que sólo ven arrugas, ojeras y muy mala leche.
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